lunes, 30 de noviembre de 2009

Ernesto Hernández Busto, el turoperador de Coblenza.

Eliades Acosta Matos
En su cruzada personal contra la Revolución cubana, Ernesto Hernández Busto revolotea entre Flickr y Twitter para terminar aterrizando en la Coblenza de los realistas franceses de fines del Siglo XVIII. Siguiendo una rancia tradición entre políticos derrotados, desde su ínsula barcelonesa no cesa de decretar hecatombes contra los jacobinos criollos, ni de planificar al detalle, y sin antes haber cazado al oso, los compases del minué de la Restauración capitalista en Cuba. En su página web, que ha ido cambiando pudorosamente de nombre en la medida en que la terca realidad no le ha permitido desfilar por Prado ataviado de César-vencedor de los bárbaros, lo mismo enjabona las espaldas de los golpistas hondureños que forcejea y mete cabeza, desenterrando antiguallas inútiles, con tal de pasar, al menos, como Reformador del canon literario, histórico y político insular.
Pero seamos honestos: Cuba le debe a Ernesto Hernández Busto un monumento, ya más que bien ganado: el del Mingo Supra-histórico y Global, ese que, no importa si separado por siglos de las causas por las que lucha, convulsiona y se ilumina al agitar y movilizar su proverbial mala leche, lo mismo a favor del Autonomismo cubano del Siglo XIX, que por el honor de William Randolph Hearst. Y esto último es lo que acaba de intentar, con gesto heroico y desesperado, al terciar en una polémica alrededor del blog de Yoani Sánchez, escribiendo contra Enrique Ubieta más que con el teclado de su pc, pareciera que con anacrónica pluma de ganso.
Lo que se discutía, claro está, nada tenía que ver son sus objeciones acerca de la historia de la fotografía ni de la veracidad histórica de una frase atribuida a Hearst, aquella supuestamente dirigida a Remington, uno de sus corresponsales en La Habana de fines de 1897 e inicios de 1898, en la que le recordaba que, independientemente de la terca realidad (una y otra vez indócil e irreverente con cierta estirpe de visionarios), él pusiera los dibujos, que desatar la guerra no era su negocio, y que ese último, estaba garantizado.
Pero ya se sabe que cuando una pelea callejera está complicada, la canalla recomienda salir corriendo y boconear desde lejos. Por eso, antes que lanzarse a la corriente central de las ideas y los hechos en discusión, un bizarro Hernández Busto, como es habitual, se escurre por las goteras y nos invita a chapotear con él y el resto de su jauría en lo secundario y prescindible, como lo es esa extensa digresión acerca de si es fidedigna o no la frase atribuida a Hearst (ni falta que hace, a la luz de los hechos históricos comprobados), o si se usaban o no imágenes fotográficas en los periódicos de la época.
Rehuir virilmente la esencia de lo que Ubieta discute y argumenta, y a la vez, en pose de comadre maledicente, buscar en su texto la recontrapelusa que debe conducir al lector a poner en duda la veracidad de toda su argumentación, es la truculenta metodología de Hernández Busto, a lo que se debe agregar que su salto para salir al paso al texto de Ubieta, con ejemplar intransigencia, peca de haberse desfasado… ¡once meses! desde la fecha de su publicación inicial.
Pero por esto último no debemos preocuparnos, ni el inefable Ernestico tendrá que impetrar el perdón del Dios: ya tiene sobradas credenciales para justificarse, no solo como abogado del pasado, sino también de los imposibles, esto último, en feroz emulación con Santa Rita.
Ver la manera en que salta Hernández Busto para mordisquear con sus dientecillos la Historia de la Guerra del 98, intentando de paso desmontar lo que cree leyenda negra y lavar el honor imperialista perdido de Hearst, es patético, y movería a risa, incluso en los predios de la academia norteamericana, donde es ciencia constituida el juicio negativo sobre el papel jugado por la prensa amarilla en la promoción de aquella conflagración, y del susodicho, en especial. Y Ernestico, no solo es perfectamente lógico que el prototipo del citizen Kane haya pronunciado esa frase y otras mucho peores, y que tú, con todo tu denuedo y los argumentos de antigüedad que aportaste no hayas logrado demostrar lo contrario, sino que actuase, como probadamente lo hizo, para desatar la guerra y jugar en ella un papel despiadado y estridente, yendo a colarse con su yate cargado con una imprenta, una fábrica de hielo y unas mellizas coristas con las que solía aliviar sus penas de cruzado jingoísta, entre los buques de la escuadra norteamericana del Sampson, participando, de paso, en la batalla naval de Santiago de Cuba y atrapando náufragos de la escuadra de Cervera, cuyas fotografías no tardaron en adornar las imágenes de la heroica jornada de aquel 3 de julio, apoteosis de la pelea del león con el mono amarrado.
Pero, ¿acaso es ilógico aceptar la veracidad de esas palabras puestas en boca de un hombre inescrupuloso y fanático que impuso como lema de su periódico insignia la frase de “Mientras otros hablan, el Journal incide en la realidad”?¿Acaso no fue la guerra que cultivó con delectación, la ocasión para que la gran prensa de su país utilizase masivamente, por primera vez, la fotografía bélica, como hicieron no solo “The World” y “The New York Journal”, sino también semanarios como “Leslie Weekly” o “Collier”, incluso triunfalistas libros de reportajes sobre las nuevas posesiones neocoloniales arrebatadas a España, como el famoso y espléndido “Our Islands”?
Hearst tenía en La Habana de fines de 1897 y principios de 1898, como buen depredador que ventea la carroña, un dispositivo personal, no solo de reporteros neutrales, sino de hombres de acción, como demostró con su participación en el rescate y fuga de Evangelina Cossío. Y tenía, claro está, fotógrafos y cámaras, pero el envío de Remington, el ilustrador, no fue casual: para entonces las primeras planas del Journal utilizaban más las ilustraciones que las fotografías, como podría comprobar el propio Hernández Busto, de revisar las ediciones donde Hearst anunciaba que el hundimiento del “Maine” era el mayor insulto histórico a la nación norteamericana, y que, en consecuencia, debía ser ejemplarmente vengado.
En resumen: lo que se discute no es si existía o no la fotografía para el momento en que pudo ser pronunciada la frase de Hearst, lo cual, sin dudas fue un desliz intranscendente en el texto de Ubieta, como este ha reconocido, sino si podía o no estar en La Habana, y por qué, un ilustrador como Remington, al servicio y en permanente comunicación con Hearst. De esa misma manera, semanarios intransigentes españoles, como “La Campaña de Cuba”, mantenían también sobre el terreno a ilustradores de la talla de M. Moreno Rodríguez. Y si de verdad le interesa a Ernestico o a sus incondicionales comilitones de “Penúltimos Días” conocer sobre la historia de la fotografía en aquella guerra imperialista, les recomiendo leer menos Wikipedia (esa manía “corta y pega” de ciertos diletantes que se mueven en su órbita, es realmente conmovedora), sino chocar con textos mucho más enjundiosos, como los de Enrique de la Uz.
En su afán por erigirse campeón de la contra ilustrada, quizás en la misma cuerda en que por estos días presenciamos el descuartizamiento mutuo de dos candidatas dizque a la “Presidencia de una Cuba post-Castro”, o de dos gurúes intelectuales que aspiran a heredar la centralidad republicana de Jorge Mañach, y de paso, alguna jugosa mesada regular pública de un renacido “Diario de la Marina”, o secreta de ciertas oficinas de Palacio, desde las cuales Batista alimentaba bajo cuerda el caletre a periodistas y pensadores de alquiler, Hernández Busto entra una vez más al ruedo, y como ya nos tiene acostumbrados, tarde y mal. Lo separa casi un año del texto que impugna; más de un siglo de la figura que reivindica, y cinco décadas de la derrota de la causa que defiende.
En aquel excelente libro de Pawles y Grenier titulado “El retorno de los brujos”, se narra una escena deliciosa, que tuvo lugar en uno de los barrios parisinos el mismo día en que la Resistencia expulsaba a los ocupantes nazis y las tropas norteamericanas llegaba a los suburbios, antecedidas por un audaz Ernest Hemingway decidido, inquebrantablemente, a tomar por asalto las bodegas del hotel Ritz. En medio de la euforia popular que vitoreaba la liberación, apareció en el balcón de un antiguo edificio un personaje esmirriado vestido con chupa, chaquetón, peluca empolvada a lo Luis XIV, quevedos sobre los ojos y zapatones de hebillas de plata, dando vivas a Coblenza, la capital de realistas y restauradores expulsados por la Revolución francesa… siglo y medio antes.
No puedo dejar de pensar en ese personaje fantasmagórico y de ideas políticas tan frescas como un tocino cada vez que leo a Ernesto Hernández Busto, solo que con un postmoderno detalle agregado: este restaurador del Viejo Régimen no solo clama por el retorno al pasado, sino que organiza hacia allá pintorescos viajes turísticos para incautos y desinformados.
Que para algo deben servir en sus delicadas manos de señorito herramientas como Flickr y Twitter.

2 comentarios:

  1. He llegado al blog Cambios en Cuba y de ahí a éste magnífico artículo. Independientemente de la defensa a tal o cual postura, es un placer leer un texto tan largo argumentando... Sin que venga a cuento, un placer como el que he tenido días atrás leyendo El Siglo de las Luces, tras leer Los Pasos Perdidos... una literatura con mayúscula frente a otras narrativas. Es imposible que ninguna campaña mediática, pueda frente a un pueblo que sabe 'leer y escribir', juzgar y posicionarse.

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  2. Para que le responden a Hernández Busto?
    Es un extremista y poco democrático.

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