miércoles, 10 de febrero de 2010

Recuerdos de un combatiente internacionalista ( IV ).

Abelardo Rafael Cueto Sosa.
Se decidió operar sobre Tumena en dos frentes. Un grupo de compañeros la cercarían por tierra, y otro grupo iría por el río: así vuelvo a la Marina en la nada envidiable condición de remero.
El destacamento de los “fluviales” estaba compuesto por soldados de Comandancia y zapadores, al mando estaba Porro, el Jefe de la Compañía de Ingeniería, un oficial muy combativo, valiente, que conocía su profesión y cuidaba mucho a su gente. Sin embargo, la idea de ir bajo su mando a mi no me seducía mucho. Mis temores se basaban en dos cuestiones concretas. Para Porro, el mundo empezaba y terminaba en los zapadores, los demás combatientes eran otra cosa, sobre todo los de Comandancia, que tengo la impresión que consideraba una especie de parásitos amamantados en la jefatura. Además era algo propenso al gesto brusco y la mala palabra cuando se molestaba.
(...) Los que íbamos por el río partimos mucho antes que los “terrestres” y llegamos después de la medianoche a nuestro destino, distante del objetivo entre siete y nueve kilómetros río abajo. Ahí empezaron los problemas. Teníamos que hacer la operación contra corriente, pues era imposible efectuarla sin delatarnos, si nos metíamos al agua más arriba de Tumena. Los botes para la tarea eran tres antiguas lanchas del ejército portugués de plástico y fibra de vidrio; originalmente de motor, pero estos, además de que hacía tiempo que habían pasado a mejor vida, no podían ser usados por razones de enmascaramiento, dado el ruido terrible que hacían.
Había pues que remar, lo más silenciosamente posible, con la agravante de que, por su diseño, ninguna de las lanchas tenía estrobo para fijar el remo y hacer menos pesada la boga. A mí me designaron primer remo del lado derecho de la primera lancha, precisamente en la que iba Porro. La complicación era mayor aún pues los remos delanteros marcan el rumbo.
Desde la primera paletada me di cuenta que la cosa iba a ser muy dura. El Chiluango no es un río muy caudaloso, pero sí rápido y la corriente es fuerte. A eso había que unir que yo había salido de Cuba con 155 libras de peso, y con el tren de trabajo que llevaba en Cabinda había bajado ya a 135, por lo que no era un Hércules ni mucho menos.
Me aferré al remo y le puse todo lo que tenía. Las cosas marcharon bien hasta que las fuerzas empezaron a fallarme y por mucho esfuerzo que hice, la lancha se fue contra la orilla deteniéndose entre las raíces de unos árboles que se hundían en el agua. Yo me moría de la vergüenza, podíamos zozobrar y en el Chiluango abundaba el yacaré, la variante angolana del cocodrilo, además de que las raíces contra las que habíamos ido a dar eran refugio natural de cobras y otros bichos.
Porro me propinó un regaño en vos baja y con la ayuda de Enrique, un compañero mío de Comandancia que era el primer remo izquierdo, salí del atolladero. Seguí en la brega, pero unos mil metros adelante, a pesar de los esfuerzos titánicos de Enrique por impedirlo, me volví a meter contra la orilla. La reacción de Porro no demoró.
Se me encimó, y con cara de pocos amigos, me espetó que si yo no tenía vergüenza y terminó la frase con la castiza expresión que los cubanos usamos para designar las glándulas genitales masculinas. Aquello fue como un latigazo. Le respondí de inmediato que vergüenza tenía para regalar al igual que de lo otro que él me había tirado a la cara, y al mismo tiempo hice fuerza y metí de nuevo el bote en la corriente. Porro me contestó que al acabar la operación ventilaríamos el asunto.
El tramo que restaba hasta llegar al embarcadero de Tumena fue un verdadero infierno, me dolían hasta las pestañas y terminé remando, no con los músculos y sí con aquellos órganos viriles que Porro me había mencionado.
El desembarco fue rápido y silencioso, pero al iniciar el avance hacia nuestras posiciones al fondo de la aldea, un zapador se desplomó de espaldas sin exhalar un quejido. Aquello paralizó nuestros movimientos, pensamos que nos habían descubierto y que al compañero lo habían matado con un dardo o una flecha con veneno, cada cual se parapetó como pudo y aguardamos el ataque.
Pasaron unos minutos angustiantes y el ataque no se produjo. Auxiliamos al compañero caído y vimos que no tenía ninguna herida y respiraba casi normalmente; unas palmadas en la cara y unos sorbos de agua acabaron de reanimarlo por completo, más Porro decidió dejarlo al cuidado de las lanchas, y que no pasara hasta las posiciones del cerco.
Avanzamos sobre la aldea y montamos un verdadero anillo alrededor de las casas, prácticamente imposible de vulnerar para acceder al río. Los combatientes que venían por tierra actuaron de manera sincronizada con nuestro grupo, e inmediatamente después que nosotros ocupamos posiciones, ellos entraron en el pueblo y se inició el tiroteo.
El intercambio de disparos fue intenso, duró alrededor de treinta minutos y por la parte del río no pudo escapar nadie. Al cesar la balacera nos mantuvimos unos instantes en nuestras posiciones, hasta que Porro dio la orden de avanzar y entramos en la aldea para tropezar de inmediato con nuestra gente. La operación había sido un éxito.
A esa hora afloró la gracia criolla y los guapos comenzaron a contar sus hazañas y cada cual recreó, con los ojos de la imaginación, su participación en la acción.
Por parte de los terrestres el suceso más divulgado fue la ráfaga que otro cubano descargó contra Santana, el panadero de Comandancia. Entre las dos luces del amanecer y al parecer con algo de miedo, el tipo le aflojó varios tiros que, afortunadamente, la “mieditis” tornó imprecisos. Con uno lo podía haber matado pues le dio en la cabeza, pero por suerte, el panadero tenía puesto un casco portugués de trofeo y el proyectil impactó el acero de lado, gracias a eso, Santana se le escapó a la Vieja de la Guadaña.
En el grupo “marítimo” el comentario general era el misterioso desmayo del zapador. Algunos lo achacaban al miedo, opinión que yo no compartía pues lo había visto actuar bien en otras oportunidades, otros dijeron que fue una fatiga por el ejercicio con el remo y no faltaron “doctores a la carrera” que diagnosticaron un bajón de presión o una hipoglicemia.
Yo participé en los comentarios marginalmente, mi pensamiento andaba por los caminos del encuentro que tenía pendiente con Porro. Una discusión con un oficial en el cumplimiento de una acción de combate podía ser un lío gordo que arruinara mi misión. Dudaba si parlamentar o mantenerme en mis trece, postura que a la larga pensé que era la más correcta, yo tenía la razón y no tenía que arriar bandera.
En Tumena estuvimos hasta bien entrada la tarde, momento en que regresamos a nuestra base. Llegamos ya de noche y por suerte había comida caliente. Comí, me di un baño y para que mi dicha fuera completa, no tenía guardia hasta el otro día a las ocho de la mañana. Pude dormir casi seis horas de un tirón.
Bañado, afeitado y adolorido, entré de guardia en la casa de la Jefatura. Sobre las nueve de la mañana apareció Porro. Vino hacía mí, lo saludé de acuerdo al reglamento, y entramos en lo que se llamaría en el argot del boxeo, un cuerpo a cuerpo verbal:
Porro: ¿Usted es reservista?
Cueto: Sí Compañero Jefe de la Compañía de Ingenieros.
Porro: ¿Usted es militante de la UJC?
Cueto: Sí, este año cumplo diez años como militante.
Porro: ¿Usted sabe cual puede ser la sanción para un soldado que es militante y le faltó el respeto a un oficial durante un combate?
Cueto: No, pero pienso que debe ser algo menor que la que le corresponde a un oficial que es militante y le faltó el respeto a un subordinado en un combate.
Porro: Usted lo que es un jorocón y un fresco, mire yo voy a dejar el asunto aquí, pues ayer lo vi desempeñarse correctamente y todas las referencias que tengo de usted son muy buenas, pero lo prevengo de que no vuelva a chocar conmigo. ¿Está claro?
Cueto: Sí, está claro.
Ahí terminó la conversación y aquel incidente. Yo libré, pero el zapador del desmayo no tuvo tanta suerte; Porro se empecinó en la idea de que se había acobardado y lo transfirió a un punto cercano a la frontera con Zaire, donde el peligro más chiquito eran las serpientes, que en aquel lugar abundaban con una profusión tal, que se podía poner una enlatadora de carne de ofidios.
En cuanto a la prevención que me hizo de no volver a tropezar con él, desafortunadamente, no sirvió de nada, él tropezó conmigo. Meses después, ya en el Frente Sur de Angola, por una prepotencia suya, varios compañeros volvimos a chocar con él de mala manera.
La cuestión cobró tal magnitud, que la Jefatura decidió nombrar un oficial, el mayor Lorenzo, para que hablara con los combatientes implicados y nos halara las orejas, pues todos éramos militantes del Partido, incluyéndome, pues estaba recién ingresado en un proceso que me habían terminado de hacer.
Lorenzo comenzó muy severo, pero los argumentos que teníamos contra Porro eran tales que, a la larga, tuvo que darnos la razón.
Lamentablemente, pocos días después de aquel incidente, a Porro le dio un principio de infarto. Le tocó a los combatientes de Comandancia escoltarlo en su evacuación hasta el hospital de Sa da Bandeira (actualmente Lubango) y acompañarlo en las primeras horas de su ingreso. Aunque a algunos les pueda parecer hipócrita, yo y los otros compañeros que habían chocado con él lo sentimos, pues a pesar de su grosería y prepotencia ocasionales, Porro era un revolucionario cabal y un oficial aguerrido.
Hoy, con canas en el pelo y el alma, producto de la juventud acumulada que tengo y ya con el ego reducido al tamaño de mi estatura, lo cual significa que tiene una talla razonable propia solamente para conservar la autoestima, vuelvo a recordar la operación de Tumena y pienso que actué bien. También siento dolor por Porro. Poco después de su enfermedad, a nuestro regimiento lo evacuaron para Cuba y no supimos más de él. Espero que, con su bravura, se le escapara a la Vieja de la Guadaña, y esté, como yo, contándole estas historias a los jóvenes.

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