martes, 8 de marzo de 2016

Preguntas y respuestas

Enrique Ubieta Gómez
El domingo en la noche, mi amiga Arleen me entrevistó en su programa de Radio Rebelde. La excusa era mi libro sobre el ébola y la epopeya cubana en los tres países africanos afectados por la epidemia, pero la entrevista se tornó más personal en su último segmento. Quedé insatisfecho con mis respuestas: no es que algunas de sus preguntas fueran inesperadas –toda buena entrevista las trae–, es que, sencillamente, algunas de esas preguntas no me las había hecho yo antes.
¿Cuando me convertí en revolucionario?, preguntó. O más exactamente, ¿cuando decidí que el sentido de mi vida sería la Revolución? Fidel se hizo revolucionario en la Universidad, recordó, y el ejemplo me sobrepasaba en todos los sentidos: a mí me hizo revolucionario Fidel, su generación, que es la de mi padre. Desde mi adolescencia discutía con Papá de política. Entonces usaba sus ojos. Su sabiduría me parecía insuperable. Pero, ¿dedicar mi vida a la Revolución? ¿No fue eso lo que hizo todo el pueblo de Cuba, desde su humilde y heroica cotidianidad, sin declaraciones previas, con la naturalidad de los consensos ineludibles? Algunos, es cierto, con mayor conciencia que otros, y con mayor vocación o predisposición natural para la política revolucionaria. Porque, sin dudas, hay espíritus conservadores (no contrarrevolucionarios) y sentidos de vida muy puntuales, e igualmente genuinos. Cada persona debe encontrar y defender el suyo.
Al terminar el Pre, yo solo pensaba en ser escritor, pero eso no me invalidaba como revolucionario. La Revolución había desarrollado nuestras individualidades, y nos decía que “la tarea” era ser un buen estudiante y un buen profesional. Aunque visto así, las cosas se me ponen feas: nunca fui un buen estudiante ni ocupé responsabilidades relevantes en las organizaciones juveniles.
Pero Arleen contraatacaba: muchos de los que se asumían por entonces como revolucionarios, demostraron no serlo después. Además, de lo que se trata, o de lo que trataba la pregunta, era de una dedicación plena, conciente, a los ideales, a la ética de la Revolución, que son los de la justicia social, en Cuba y en el mundo: no es lo mismo comprenderla y seguirla –o incluso, ocupar cargos en el país–, que ser revolucionario. El entorno de un revolucionario no es solo su vecindad, ni se reduce a su país, es el mundo. Cierto.
También tuve o padecí mis exabruptos de adolescencia, más cercanos a la vocación aventurera que a la revolucionaria, como aquel que nos hizo expresar y argumentar en una carta alucinada, redactada por mí a los 16 o 17 años, la disposición de un grupo de amigos a dar clases en Angola, en plena guerra. Recuerdo que el delirio, o las desmesuradas ansias de aventura, nos indujo a enumerar capacidades y saberes imposibles a nuestra edad. No existía aún el Destacamento Pedagógico internacionalista. La respuesta fue iracunda: no habíamos contado con la dirección de la UJC en la Escuela Lenin. En fin, si la Revolución está en el poder, no se puede ser revolucionario por cuenta propia.
Después me fui a estudiar a la Unión Soviética –no porque venerara el socialismo de aquel estado multinacional, sino porque quería viajar y conocer otras tierras–, y allí tuve el pelo largo y la libertad de decidir cada minuto de mi vida. A mi regreso cumplí el servicio social en Camagüey.
Nunca fui seleccionado para ir a Angola, a ninguna de sus misiones. En mis primeros años como profesional, retomé el camino de la literatura. Casi nueve años en el Instituto de Literatura y Lingüística me sirvieron para estudiar el pensamiento cubano y regresar a Martí. Sí, porque primero estudié a Marx –soy graduado de filosofía marxista– y después a Martí. En mi niñez leí la Edad de Oro y mi padre fue un martiano de corazón, pero hablo de estudios, de sistematizar conocimientos. Cuando se llega a Martí, ya no se abandona jamás. Martí es la fuerza centrípeta de la cultura cubana.
¿Por qué, si se evitan las preguntas manidas, algunos radiooyentes esperan las respuestas “correctas”? No puedo decir que en mi adolescencia o en mi primera juventud hiciera juramento alguno de entrega a una causa: mi Cuba no era la de los años cincuenta del siglo pasado, ni la Venezuela de los ochenta. Y yo, evidentemente, no era ni Fidel ni Chávez. Sin embargo, en la dedicatoria de mi primer libro –publicado en 1992 y consagrado al estudio académico de las ideas en Cuba–, escribí: “A Papá, que entregó sus mejores años a la Revolución con lealtad y desinterés. A Edi, (mi primer hijo) que también algún día juzgará mi vida”. En 1987 obtuve la militancia del Partido, y en los años iniciales del Período Especial, fui secretario del núcleo en aquel centro. Acababa de recibir el Premio UNEAC de Ensayo.
Una estancia de tres meses en la URSS a finales de los ochenta, me hizo comprender que aquel Estado se desmoronaba. Por eso nunca fui perestroiko. Recorría la ciudad en bicicleta, de una punta a otra, y discutía, con pasión, en defensa de la Revolución.
Cuando en 1994 me nombraron director del Centro de Estudios Martianos, mi vida cambió. Del sosegado tempo académico –encuentros, una vez por semana, y la entrega de textos de veinte o veinticinco cuartillas cada seis meses–, pasé de manera abrupta al tempo político. El nombramiento coincidía con el nacimiento de una revista cuyo nombre marcaba un sentido: Contracorriente, a contracorriente de las tendencias vergonzantes y desencantadas, en defensa, a nuestra manera, de las ideas revolucionarias. Revista soñada primero en la sala de la casa de un amigo, como necesidad de participación política en el debate nacional e internacional, pocos meses antes de mi llegada al Centro. Entré en el huracán de la guerra de ideas: en Cuba se discutía el pasado, y cada contendiente lo hacía desde la atalaya de su proyecto de futuro. Mi vocación se activó. Era imposible el regreso. Empecé mi tránsito hacia el periodismo, hacia un periodismo de opinión que lo mezclaba todo: el ensayo, el artículo, la crónica, el reportaje, la entrevista. Sigo pensando en la pregunta de Arleen, porque ella quería que pusiera fecha a mi entrega, y yo no me levanté una mañana siendo más revolucionario que la noche anterior. Los noventa nos redefinieron: perdimos la piel, y cada cubano de mi generación anduvo en carne viva, con lo que traía por dentro. Por eso cuando dejé el Centro, no pude regresar a la Academia. Era un combatiente. Tomé la iniciativa –nadie pudo impedirlo ahora–, y ya que no estuve en Angola, fui internacionalista por cuenta propia; con la ayuda de algunas personas, casi sin dinero, recorrí Centroamérica y Haití junto a los médicos cubanos. Así nació mi libro La utopía rearmada (2002). Escribir, mi camino en la vida, se convertía ya definitivamente en un arma de lucha política.
Al finalizar la entrevista, todavía quiso que dijera una edad, la edad del salto, y acorralado por la mirada inquisitiva y seductora de mi amiga, dije: después de los 30. Pero nunca hubo un salto, sino leves corrimientos hacia la luz.

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